
ENTRE LIMONES Y SAL
POR Kevin Alexander Guerra Cervantes
Cuando nací no vi más que una bicicleta rosa, cajas repletas de adornos para Navidad y un portabebés olvidado. Pero lo que se robó mi mirada fue ese cuadro brillante de arriba, donde la luz entraba cuando despertábamos y se iba cuando dormíamos. Ese cuadro, que por momentos soplaba frescas ráfagas de viento sobre la mochila que protegía mi espalda, era lo único y poco que conocía de lo que mi abuelo Félix me contaba en sus historias: “El bosque prohibido de los sapiens”.
Mi mundo eran esas cuatro paredes sombrías que me rodeaban, pero mi afán de conocer lo que había detrás de ese recuadro que por momentos se aposaban las aves eran del tamaño de un Sapien, como diría mi abuelo (Una especie de criatura con 4 patas, pero el incrédulo deambulaba solo con dos mientras con las restantes cargaba a quien en un futuro sería su reemplazo). Cuando mis padres buscaban nuestra comida con sus mochilas cargadas, mi abuelo me contaba sobre su hermano Fausto, un tipo alto con unas figuras de espiral pardas y amarillas en su mochila, quien había desaparecido antes que yo naciera luego que salió hipnotizado por el cuadro donde entraba la luz. Se encontraba un sol, grande, amarillo brillante que los podría alimentar por años, pensaba. Fausto, cegado por esta extraña figura que aparecía cada cierto tiempo, se fugó en una tarde mientras mi abuelo Félix le advertía desde lejos que se detuviera, que era una trampa. Salió y no regresó, esa fue la última vez que supo de él.
Esa historia no me dejó dormir, ¿Fausto seguirá en el bosque prohibido? ¿Cómo sobrevive? ¿Nos abandonó a placer? Fue entonces cuando noches después, al despertar, lo vi. Era el sol tal cual mi abuelo Félix lo describió. Grande, amarillo brillante, duplicaba mi tamaño, ¿Será una especie de llamado de Fausto? No lo pensé más, apreté mi mochila y mi ansia de conocer lo prohibido del bosque me impulsaron a lo que insinué, el llamado de auxilio de Fausto.
Tras escalar hasta llegar a postrarme frente al gran recuadro de cristal, el viento helado me abrazaba por completo y el sol se agrandó a como estaba antes. Llegué al bosque donde no hay que llegar, al que mi abuelo le temió por haberse robado a su hermano. Cuando empecé a caminar el suelo estaba distinto, me costaba trasladarme de un punto a otro. “Eso es lodo. La tierra se pone así cuando el gigante dispara agua desde sus extremidades”, me dijo una madre que cuidaba a los que serían sus doce hijos. “Lo que buscas no lo encontrarás aquí. Tienes que subir hasta llegar al sol amarillo. Pero ten cuidado, que cuando el titán aparece destruye todo lo que pueda ver. Hace llover tus peores pesadillas”, cerró. Su rostro describía sufrimiento, tristeza, entendí que había sido víctima de lo que me advirtió.
Los días se iban, las noches venían, pero cuando más grande se encontraba el gran sol amarillo tras arrastrarme para lo que sentía inalcanzable, lo logré. ¿Era tan hermoso como reflejaba desde aquellas cuatro oscuras paredes con el recuadro donde atravesaba la luz y que posiblemente mi abuelo Félix estaría viendo desde ya en este preciso instante? La verdad no. De hecho, su color no era tan brillante como nos fijábamos, no irradiaba nada. Y, por lo que observaba, habían muchos más pero con un color más verde como hojas. Al ponerme sobre él, un reflejo de unos espirales pardas y amarillos, o al menos lo que quedaba de ellos, llamó mi atención. No podía creer lo que tenía frente a mis dos pequeños y separados ojos, el caparazón de lo que un día fue Fausto estaba en pedazos. ¿Qué clase de monstruo haría esto? ¿Dónde quedó lo que fue él? ¿Cómo se lo explico a su hermano abandonado? El miedo me atrapó, quedé sin aliento mientras a lo lejos retumbaba lo que, a mi parecer, era el sapien. Y, en efecto, golpe tras golpe, lentamente se acercó y me miró. Nunca olvidaré esos dos grandes ojos pegados a su cara con una sonrisa sacada de una pesadilla. Tomó con una de sus dos patas delanteras al sol amarillo como si fuera cualquier cosa y lo separó de sus ramas, con la otra pata me apretó y me arrastró. Íbamos muy rápido, no podía ver nada, un vértigo que me dejó moribundo pero que estaba consciente de lo que sucedía. El titán era precisamente de lo que me advirtió aquella madre que cuidaba sus hijos, era una pesadilla interminable y fue justamente cuando sujetó el sol amarillo con una extremidad mientras que con la otra lo cortaba por la mitad con una herramienta que lo hacía parecer como si estuviera hecho de algodón. Algo golpeó mi mochila, mi caparazón, la compañera de mi aventura que me siguió hasta el final, una lluvia diferente a la que aquella madre describió caía sobre mí, el sapien aplastaba sobre mi cabeza el sol partido a la mitad. Una estrella que goteaba fuego me quemaba y ni mi caparazón me pudo proteger. Por si no era poco, granos blancos se deslizaban en mis espaldas, unos más grandes que otros, que golpeaban mi cuerpo, era irritable, confuso. Mareado, alucinando y deshidratado lo entendí todo, moría poco a poco y con esas piedras blancas, no resistí. Lo que pude ver era al pequeño sapien siendo más feliz de lo que yo algún día pude ser mientras de su pata caía ese ácido que acabó conmigo, con mis sueños y con la esperanza de darle una respuesta a mi abuelo sobre su hermano. En mi último aliento y lo nada que quedaba sobre mí sin vida, escuché: “¡Hijo!, ¿Qué estás haciendo en el jardín? ¡Los caracoles se mueren entre limones y sal!”.

ENTRE LIMONES Y SAL
Por ALFONSO SIMÁN
El reloj daba las 3 de la mañana. Yo estaba ahí frente a ti, borracho, loco, algo perdido en la vida y en tus ojos. La noche nos había dado todo, pero tú seguías ahí sentada escuchando mis cuentos sin de verdad escuchar mis historias. Esa noche nos fuimos a dormir sin de verdad saber que pasaría cuando nos levantaríamos, bueno yo tenía una idea, pero la verdad lo que pasó cuando salió el sol no podía haberlo imaginado ni, aunque estuviese discutiendo con Gabo una semana.
El sol iba saliendo y ya habíamos tomado caminos diferentes, cada uno esperando encontrar nuestro final feliz. Iba en el carro y no quería estar ahí, quería seguir en tus sueños y estar ahí a tu despertar, pero la verdad es que el camino ya no era el mismo, no era el mío y me tocó conocer a la muerte para entenderlo.
El cielo rojizo pintaba el cielo, cuyas nubes se veían tan apetitosas como esos algodones de azúcar color rosa, mi cuerpo ya no daba, la noche llena de palabras que se habían ido por el olvido me habían dejado vació y mis manos soltaban el timón, dejando mi cuerpo y alma flotar en la carretera.
Cuando me levanté, estaba frente a un camino de piedra, lo comencé a seguir sabiendo que me llevaría a la miseria, eso sí, hubo un momento de duda, de tal vez dar algo de guerra. En ese camino, no tenía nada, no sabía dónde iba a parar y no estaba cansado, así que seguí a paso firme avanzando.
Finalmente me encontré frente a una luz y paré de sentir esa tranquilidad que tanto anhelo volver a disfrutar. Me paralicé frente a un lugar que a su vez me hacía feliz y me daba miedo. Era un bar, las puertas eran negras y eso es todo lo que me acuerdo. Al entrar me encontré con una barra donde estaba sentada una figura encapuchada. Parecía ser demasiado cliché la verdad, pero algo me atrajo a sentarme junto a ella. La figura con un gesto delicado me entregó un shot de tequila.
– ¿Y el limón y la sal? – le pregunté.
No recibí ninguna respuesta y puse el trago sobre la barra, me di la vuelta y me preparaba para salir de ahí sin embargo no pude. Al tratar de salir por las puertas volvía a aparecer en la silla alta frente a la figura. Ella parecía reírse de mí.
Cuando finalmente me aburrí de tratar de salir de ahí, agarré el trago y lo levanté frente a ella.
– Al menos me deberías dejar decir un brindis – le propuse. Al no recibir respuesta decidí comenzar a decir lo que terminó siento una mezcla entre mi propia elegía fúnebre y palabras que me enseñaron a volver a sonreír:
“La vida nos cruzó de un modo muy casual, llegaste como la noche, no te esperaba, pero sabía que ibas a llegar porque había dejado que mi sol se fuera a descansar. El trago que me ofrecías era el fin de una vida, pero la verdad es que si te lo agarró así no más sería un final no muy feliz y mi vida no puede acabar así.”
La muerte se quedo callada mientras yo seguía tratando de apelar a su lado racional:
“Me quiero escapar muy lejos de aquí, salir a buscar una excusa para no verte a ti. Te quiero pedir, que deberíamos de negociar lo que está pasando aquí. Más nunca olvidar que algún día tengo que regresar con limón y sal para tomarme ese trago contigo.”
La muerte me miró y me entregó un pequeño bote de sal color dorado con detalles negro y un limón color blanco. Yo me le quedé viendo un rato antes de aceptarlos.
Era fácil entender que, aun siendo la muerte, ella respeta la vida y entiende lo importante que es para los vivos, vivir esa vida y ella lo sabe bien porque alguna vez ella también la perdió
Salí del bar, con sal en una mano y limón en la otra sabiendo ya como iba a terminar a mi vida, sabiendo cuales serían mis ultimas palabras.
Muy dentro de mí sabía que iba a funcionar, que a la muerte le gusta estar en el poder, pero nunca pensé en lo incómodo que es, llevar siempre en mi bolsillo: limón y sal.

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