Bailar, el arte de mover el cuerpo en un compás rítmico, a menudo en armonía con la música, dentro de un espacio definido. Una forma de expresar ideas, emociones, liberar energía, o simplemente dejarse llevar por la danza en sí misma.

Dicen que bailamos para hallar la felicidad, para plasmar en movimientos la energía que fluye en nuestro ser. Como humanos, el baile ha devenido pasatiempo, ocupación, incluso un contrato social, pero también existen bailes que no alcanzaron su ansiada realización.

Esta es una historia sobre comunicación, amor y mortalidad. Empieza en un huerto donde un solitario girasol se yergue con orgullo, saludando a su fuente de vida.

“¿Qué haremos ahora?” cuestionó la pequeña abeja.

“Bailaremos”, respondió la abeja anciana.

Y así, la vieja abeja comenzó su danza, moviendo su abdomen de lado a lado, de arriba a abajo, en una sinfonía de movimientos que parecían narrar un misterio ancestral.

“¿Por qué?” preguntó la joven abeja, perpleja y fascinada por la coreografía que se desarrollaba ante sus ojos.

“Porque podemos, porque deseamos, para que el mundo lo sepa”, exclamó la abeja anciana, su rostro iluminado por una sonrisa sabia.

Las dos abejas danzaron incansablemente, transmitiendo su hallazgo a la colmena. Pero ningún otro insecto alado se unió al festivo baile. A lo lejos, una abeja metálica surcaba los cielos, dejando una estela de muerte a su paso. En el suelo, un anciano sonreía junto a su esposa. Su cosecha estaba “salvada”, pero un baile había perdido su significado y millones de vidas de abejas yacían apagadas.

Y así, la danza que conectaba la naturaleza con el hombre, la alegría con la fertilidad, se interrumpía abruptamente. Un desequilibrio se cernía sobre la escena, recordándonos que la danza de la vida puede ser interrumpida en cualquier momento. El anciano sonreía, pero sus pasos también estaban contados, un recordatorio silente de que el tiempo, como una melodía, eventualmente se desvanece en el silencio de la eternidad.

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