Los colores del arcoíris, siete en total, danzan en una sinfonía cromática: el rojo ardiente, el anaranjado vibrante, el amarillo radiante, el verde exuberante, el cyan sereno, el añil profundo y el violeta misterioso. En el rincón del mundo donde convergen los tres últimos colores, nació él, en un lugar que parecía ser el cruce de mundos mágicos. La leyenda susurraba que había llegado después de una noche helada, cuando las nubes habían llorado profusamente. Se decía que era una lágrima de los cielos, una gota suspendida en el tiempo y el espacio, que había decidido quedarse.

Cada mañana, el pequeño ser Azul se aventuraba por las callejuelas, un ente vivaz que tejía su camino entre los adoquines. A pesar de su amabilidad y encanto, solo los perros y gatos se atrevían a acercarse, pues parecían percibir su singularidad como un regalo más que como una rareza. La gente, sin embargo, lo evitaba. Su figura desconocida y su tono inusual les desconcertaba, y en lugar de abrazar la maravilla que representaba, preferían apartarse y seguir sus caminos.

Pero nuestro protagonista, el etéreo Azul, no dejaba que la desdicha lo anclara. Cada día, emprendía una búsqueda incansable de la felicidad, sumergiéndose en los campos donde las flores alababan al sol. Sin embargo, las abejas, guardianas celosas, impedían su acercamiento, zumbando como un ejército desplegando sus alas en un inquieto murmullo. Junto al río, las aguas corrían obstinadas en su camino, desviando los peces de su atención, como si quisieran sumergirse en la corriente antes que entender la esencia del azul caminante.

Después de días de lucha interna, el pequeño azul decidió no huir de la ciudad, sino escapar de la presencia insensible de los humanos. Un amanecer determinado, llegó a la vieja ferretería, donde su alma resonaba con la maquinaria y los objetos de metal. Tomó prestada una escalera, un pasaporte al cielo, y la llevó a su refugio, una casita abandonada en una esquina olvidada, una reliquia del tiempo. Colocó la escalera contra la fachada, y escaló con la esperanza de llegar más allá de su propia perspectiva.

Pero al alcanzar el culmen de la escalera, una sorpresa lo aguardaba. No había encontrado un nuevo horizonte, sino el techo de la casa. Azul se sintió vencido, su determinación tropezando con la dura realidad de sus limitaciones. Sin embargo, sus ojos, como espejos de cielo, no permanecieron cerrados ante el universo que se expandía sobre él. Las nubes, en sus metamorfosis de algodones empapados, se tornaron grises y luego casi negras. Parecían haber sido pintadas por un artista divino, cada sombra y tono meticulosamente elegidos. El cielo, entonces, lloró con una tristeza melódica, y sus lágrimas mojaron la tierra con una danza líquida.

Azul escuchó el llanto celestial y, alzando la mirada, se encontró con la sinfonía de las gotas. Cada una parecía llevar consigo un mensaje, un eco de su propia existencia. En ese momento, en medio del eco de la lluvia, comenzó a entender la música de su propio ser. El tiempo se desvaneció, dejando espacio para la introspección y la reconciliación con su propia naturaleza.

Cuando las nubes finalmente dejaron de llorar, Azul emergió del trance de lluvia como una flor que despierta al sol. Una calma que antes no había conocido se apoderó de él, como si el rocío celestial hubiera lavado sus inquietudes. Fue entonces cuando lo notó, una maravilla que emergía tras la tormenta: un arcoíris, un puente de siete colores suspendido en el cielo como un arpa celestial.

Azul observó los colores del arcoíris, sintiendo cómo sus matices vibraban en su corazón. A medida que su mirada se perdía en el espectro, las sombras de la soledad se desvanecían. Se dio cuenta de que ya no era solo un tono de tristeza, sino una paleta de emociones y experiencias. Lentamente, descendió de su escalera, y al tocar el suelo, notó un cambio en el aire. Las personas, antes tan ajenas, ahora lo miraban con ojos curiosos y sonrisas amables. El mismo tono azul que lo había hecho sentirse diferente, ahora era el vínculo que lo conectaba con todos.

Con una sonrisa serena y una lección en su corazón, Azul comprendió que la vida no se trata de evitar la tristeza o la soledad, sino de abrazarlas como parte de un espectro emocional más amplio. Las lágrimas, como las gotas de lluvia, son una parte esencial de la existencia humana, y después de cada tormenta, el alma se viste con un arcoíris de colores y emociones, recordándonos que somos capaces de brillar en todas las facetas de nuestra experiencia.

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