Camino al lago en un carro que avanza sin prisa, pero tampoco a paso lento. No sé muy bien quiénes vienen conmigo: ¿amigos?, ¿primos?, ¿compañeros del trabajo? Todo es difuso, como cuando intentas recordar los colores de un sueño justo antes de despertar. El plan es claro, o al menos eso creemos: vamos a jugar póquer. El problema es que nadie ha traído las cartas.
El paisaje alrededor del carro cambia con cada parpadeo. Los árboles se tiñen de un verde brillante, como si alguien hubiera pintado con acuarelas desbordadas y el sol estuviera arrojando pinceladas doradas por encima de ellos. De vez en cuando, el cielo se oscurece como una sala de cine a punto de proyectar una película de Studio Ghibli, llena de secretos y criaturas extrañas.
Paramos. No sé por qué, pero bajamos todos, uno por uno, como si estuviéramos siguiendo un guion mal ensayado. Miro a mis compañeros, o al menos creo que los miro. Son sombras borrosas, moviéndose como si estuvieran hechas de humo, difuminándose con el aire. El suelo está cubierto de algo… ¿Maleza?, ¿hojas secas? No lo sé. Lo piso, cruje, pero no lo siento bajo mis pies.
Y entonces, vienen ellos. No sé quiénes son, no sé de dónde salen, pero sus figuras alargadas me inquietan, como si fueran personajes sacados de un lienzo surrealista, algo entre Dalí y Tim Burton. No los conozco, pero me parecen familiares, como aquellos monstruos que habitan en bajo mi cama. Avanzan, pero no llegan. Están allí, siempre a la misma distancia, como si la carretera entre nosotros se alargara con cada paso.
Una luz ilumina el carro, una luz que no viene ni del sol ni de los faros. Es fría, blanca, casi metálica. Y lo más extraño: ilumina el carro, pero no a nosotros. ¿Somos invisibles? ¿Acaso no existimos en este momento? Me invade la duda, como si el reflejo en un espejo se negara a devolverme mi imagen.
Me siento mojado, pero no empapado. Es una sensación extraña, como si la humedad viniera de adentro, como si mi cuerpo se estuviera disolviendo lentamente en el aire. Seguimos caminando, no sé hacia dónde, pero sé que tenemos que seguir. El puerto aparece de repente, con una neblina que lo envuelve todo como si fuera el suspiro de un gigante dormido. Los colores son más apagados aquí, azules y grises, como si hubieran robado los tonos más brillantes de la paleta y dejado solo los restos.
El suelo está cubierto de algo que parecen perros. Sí, perros. Pero no se mueven. Son solo formas alargadas, estiradas en posturas imposibles, como si se hubieran derretido. No me atrevo a tocarlos. Sigo caminando. Los sonidos se mezclan. Escucho un ruido, un ladrido, un maullido, pero no sé qué es. Mi corazón se acelera, y de repente, sin previo aviso, me encuentro llorando. ¿Por qué? No lo sé. Pero las lágrimas caen sin que pueda detenerlas. Y entonces, lo veo. Un animal, algo entre un perro y un gato, me mira. Sus ojos brillan, y justo cuando creo que va a atacarme, siento que alguien me jala los pies.
Caigo. Caigo en espiral, como en esas escenas de animación, donde el protagonista se sumerge en un abismo sin fondo, rodeado de luces parpadeantes y sonidos que se distorsionan. De repente, estoy de vuelta en mi cama. No puedo moverme. El miedo me invade como una manta pesada que no puedo quitarme de encima. Miro por la ventana. Afuera, un Vincent observa la calle, desde su “hamaca de ventana”. Veo cómo una gota de lluvia se desliza por el vidrio, dejando un rastro en el vapor que el frío ha formado. Vincent se estira, se lame las patas con una indiferencia casi poética, y yo, con un Padre Nuestro en la mente, me dejo llevar de nuevo por el sueño.
Solo ha pasado una hora. Pero parece que ha sido una vida entera.

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