No fue un sueño. Aunque se sintió como uno.
EL CONCIERTO. Lo que viví esa noche rozaba lo psicodélico, esa frontera donde lo real se mezcla con lo imposible, y lo que te contaré no es ni completamente verdad ni completamente mentira. Esta historia, si es que puede llamarse así, no es solo mía; pertenece a todos los que esa noche vivieron, observaron y, de alguna manera, quisieron ser los protagonistas.
Un concierto tiene el poder de reunir todo tipo de personas. Primero están los que llegan temprano, los fanáticos que podrían recitar cada letra como si fuera un conjuro. Se saben los pasos de baile, los outfits, los ritmos, los detalles del setlist. Son esos coristas de fondo, esos cuya devoción es casi religiosa, dispuestos a desafinar solo para sentirse más cerca de la banda. Y luego están los otros, los “estrategas” de la pereza. Llegar tarde es su especialidad, como si fueran personajes sacados de una comedia romántica que siempre llegan justo a tiempo para la gran confesión de amor. Aunque las puertas abran a las 7:30, saben que el acto principal será a las 9, así que deciden aparecer a las 8:30, confiando en que la noche los esperará. Desgraciadamente esa noche fui parte de ese selecto grupo.
Cuando las puertas abren; los fanáticos ya llevan ahí tres horas, tres horas que parecen una eternidad de ansiedad contenida, buscando el ángulo perfecto para tomar fotos que, al final, saldrán peor que las que se toman desde más lejos. Porque al final de cualquier concierto terminamos con una galeria de fotos distorsionadas por las luces y el brillo que enmascaran a la banda, recordándote que, en el fondo, también son humanos.
Por otro lado, llegar tarde implicaba esperar aún más para conseguir un Uber, y no cualquier Uber, sino un Uber moto, porque era el único dispuesto a sortear el tráfico como una serpiente entre el mar de carros, zigzagueando entre la desesperación de todos. Los que llegan temprano se apoderaron de la primera fila, y el escenario se convirtió en una lata de sardinas, cuerpos pegados unos a otros, respiraciones compartidas en un espacio reducido.
Esa cancha de “futbol” se transformó en un escenario y faltando minutos para el gran show terminó por ser campo de batalla. Extraño porque la banda que fui a ver canta canta canciones de amor, canciones que invitan a sonreírle a la vida y yo esperaba encontrar paz.
Pero esa noche, los fanáticos se transformaron en algo más… en Gollums. En seres poseídos por la necesidad de proteger su preciado espacio de dos centímetros cuadrados. Se convirtieron en una especie de manada, dispuestos a ahuyentar a todo aquel que no compartiera su devoción tempranera. Como si estuviera atravesando trincheras me encontré con pisotones e insultos, estas bestias forzaban a los que llegaban tarde a ser expulsados, como si fueran intrusos en una zona sagrada. En un pasillo lleno de abucheos y cánticos, que solo cantan en la zona de “Sol” del Cusca, me hecharon como la famosa escena de “Shame” de Game of Thrones.
Es curioso, pensaba yo, cómo un concierto, que debería unir a las personas, comenzaba con una atmósfera tan hostil. Para algunos, sin embargo, el concierto era una excusa para algo más profundo: la comunicación sin palabras. Ahí estaban, esa pareja que había decidido contar su historia de amor a través de las canciones. Mientras yo me expreso con películas, ellos lo hacían con música. Como si cada canción fuera una carta secreta, una forma de decir “te amo” sin pronunciar una sola sílaba. Pero el amor siempre encuentra obstáculos, ahí fue donde apareció el exilado de la primera fila, el que llegó tarde, su narrador. Ese tercero que apareció como un personaje secundario de Amélie, esa película francesa que tantas vidas cambió, con su sonrisa incómoda y sus ojos buscando una salida. No hay escape cuando saludas a un conocido, porque ahora, 2+1=3. En esta trinidad improvisada pasamos la noche buscando maneras de incluirme, como una subtrama que nadie pidió, pero que el destino decidió imponer. Resignado, me convertí en quién hacía cola por las bebidas, el “sidekick” perfecto, siempre buscando cómo justificar mi presencia.
Y entonces, como si fuera una intervención cósmica, en medio del éxtasis del concierto, una canción trajo consigo la necesidad de una ambulancia. En el mismo instante en que las luces de los celulares iluminaban el lugar como luciérnagas, alguien en la multitud se desplomó. La banda, sorprendida, se detuvo. Fue en ese preciso momento que se dieron cuenta de lo que significaba su música, de cómo podía alterar la realidad. Las manos señalaron al desplomado, y un minuto de silencio llenó el aire. Algunas personas rezaban, otras simplemente miraban, sin saber cómo procesar lo que ocurría. Y cuando la ambulancia levantó el pulgar, la banda hizo lo mismo, arrancando aplausos del público. La vida seguía, y la música también.
Justo delante del mar tercio, se encontraba una señora de unos cuarenta y tantos años. Quizá calculo mal, y si lo hago, me disculpo, porque un caballero nunca debería adivinar la edad de una dama. Al principio, ella observaba como una espectadora distante, con su celular en la mano, la luz de la pantalla siempre al máximo, revisándolo cada diez minutos. Era evidente que no estaba ahí por sí misma, sino como chaperona, quizá de su hija y sus amigas. Pero poco a poco, algo cambió. Una canción conocida la envolvió, y de repente, dejó de ser una extraña en el concierto. Comenzó a bailar, a cantar, y en un abrir y cerrar de ojos, ya no estaba perdida. Ahora era parte de la multitud..
A su lado, una chica se acercaba con cervezas en los brazos, como una mesera del Octoberfest. Seis cervezas, balanceadas con precisión, buscando a sus destinatarios. Pero al darse cuenta de que ya no estaba en el lugar correcto, sus pupilas se dilataron como las de una ardilla asustada frente a un perro. “Mierda”, susurró, antes de retirarse en silencio, respetando la paz de los demás.
Pero la paz nunca fue una opción al inicio del concierto, y la tranquilidad siguió siendo atacada, como si el caos estuviera escrito en el guion desde el principio. A pocos centímetros de la chica perdida y la chaperona, apareció una nueva figura: un joven con un bucket hat encajado torpemente sobre su cabeza y, de alguna manera incomprensible, cargando un six-pack de cervezas en sus manos, como si estuviera a punto de iniciar una fiesta privada en el lugar más improbable. Chocó directamente con la pareja de otro joven, un fornido que parecía haber salido de un gimnasio hace solo unos minutos, con brazos tan anchos como las columnas de un edificio. El impacto fue inevitable.
Aquí me detengo a pensar: ¿cómo putas alguien compra un six-pack de cervezas en un concierto? En esta economía, donde uno debería estar pensando en pagar la renta, no en ponerse averga, resulta un gasto absurdo. ¿Era acaso este maje con el bucket hat un entusiasta del riesgo financiero? Quizás. Pero, a diferencia de la chica perdida que cargaba las cervezas como si fuera una mesera buscando a su manada, este personaje parecía dispuesto a tomárselas todas solo. Su mirada perdida y la sonrisa algo desubicada sugerían que, para él, este concierto era solo una excusa para perderse en las burbujas doradas de su alcohol.
El joven fornido, por su parte, no se tomó con humor la situación. Su reacción fue casi instantánea, como si estuviera en una rutina de entrenamiento de boxeo. Sus músculos tensos parecían decirlo todo antes de que abriera la boca, y la tensión entre ambos era palpable, como esos momentos previos al climax en una película de acción de los 90. Mientras tanto, su novia, la pobre bystander atrapada en el centro del desastre, parecía más una musa distraída que una persona involucrada. Indiferente a la bulla, continuaba moviéndose al ritmo de la música, ajena al drama que se desarrollaba alrededor de ella.
Las luces del escenario cegaban, pero también revelaban. Entre cánticos desafinados, declaraciones de amor y personas cantando con el corazón, la noche avanzaba. Era un caos hermoso, de esos que la luna, sonriente, observa desde lejos. Y el concierto culminaba en una lluvia de confeti, celebrando no solo la música, sino también la supervivencia de todos los que habían vivido esa noche.
Salimos del concierto como burbujas de Coca-Cola saliendo de una botella recién abierta, todos apretados, buscando escapar de la multitud, peleándonos por un Uber como si fueran boletos dorados para la fábrica de Willy Wonka. Pero en lugar de quedarnos atrapados en el tráfico y la desesperación de las calles llenas, decidimos caminar. Caminar hasta que nuestros pies nos llevaran a algún lugar, o a ninguna parte, pero caminar de todos modos. Saludar a dos o tres personas en el trayecto, personas que no queríamos saludar pero que tocaba hacerlo, como esos personajes secundarios en Lost in Translation, los que aparecen en tu vida justo cuando no sabes qué decir o hacer.
La travesía hacia el casino comenzó como todo lo inesperado: con una decisión impulsiva, casi accidental.
EL CASINO. Nunca había estado en uno. Mis dos compañeros ya habían estado ahí horas antes del concierto. Habían entrado como quien cae en la tentación de la serpiente en el Edén, convencidos por un cupón de “juego gratis, no pierdes nada”. Salieron con 75 dólares más en los bolsillos, como si hubieran sido protagonistas de una versión barata de Ocean’s Eleven, y su entusiasmo me convenció. Así que dije que sí. Y, como suele pasar con los “sí” que se dicen sin pensarlo, la imaginación empezó a volar.
Me imaginaba entrando al casino como un personaje de Casino Royale, con mi traje impecable y mi mirada astuta, listo para hacer mi jugada maestra en la mesa de póker. Pero la realidad golpea. Llevaba shorts, una camiseta y una chaqueta verde para nada sospechosa, esperando que no me negaran la entrada. Pero mi ropa al final no importo. En un casino, dinero es dinero.
Las luces en la entrada del casino brillaban como si fueran el decorado de una película de Martin Scorsese, todo neón y deslumbrante, con un toque de decadencia que no podías ignorar. Lo curioso es que, por un instante, creí que el casino tendría ese aire de sofisticación, el estilo y la magia que había visto en tantas películas. Pero no. Apenas cruzamos la puerta, nos dimos cuenta de que estábamos en un casino sacado de Fear and Loathing in Las Vegas. La alfombra desgastada, los colores saturados, los sonidos metálicos de las máquinas tragamonedas… era como entrar en un set de película de bajo presupuesto, donde todo brillaba, pero nada relucía.
Dentro, las personas parecían sacadas de un cuadro de Nighthawks de Edward Hopper, en su versión más surrealista. Figuras solitarias, hundidas en sus sillas, mirando las pantallas parpadeantes como si estuvieran esperando una epifanía que nunca llegaría. Las luces de las máquinas iluminaban sus rostros en tonos verdes y rojos, como una tormenta de neón que los mantenía en un estado de trance. Los sonidos mecánicos de las monedas cayendo creaban un fondo sonoro extraño, como una sinfonía distorsionada que no encajaba con el ambiente que yo había imaginado.
Mientras caminábamos entre las mesas de póker, no podía evitar pensar en Rounders, aquella película de póker donde la habilidad para contar cartas y leer a los oponentes era la clave para vencer. Me vi a mí mismo como un Matt Damon improvisado, imaginando que podría leer las mentes de los jugadores, que podría ganar con astucia, como en todas las películas de casinos que había visto. Pero, a diferencia de esas películas, yo nunca había aprendido a contar cartas. Lo más cerca que había estado del póker era jugando Texas Hold’em en Facebook y alguna que otra partida casera con mis hermanos y primos.
El cliché de las películas sobre contar cartas siempre sigue el mismo patrón. La estructura de tres actos clásica: un personaje que quiere triunfar, un conflicto que parece insalvable (como no poder entrar al casino), y un final donde, con ayuda, logra lo imposible. Me veía a mí mismo como el personaje principal de esa narrativa, aunque la realidad era mucho más mundana. No tenía plan, no tenía estrategia, y claramente no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
El casino, en lugar de ser un palacio de ensueño donde los sueños se hacen realidad, era un lugar donde la normalidad te golpeaba con más fuerza de lo esperado. Y lo peor de todo: la música. La música no tenía sentido. Sonaba una ranchera de fondo, desentonando completamente con el entorno. Era como si alguien hubiera puesto la playlist equivocada y no se hubiera dado cuenta. Todo lo que había imaginado —el jazz suave, la atmósfera tensa, el crupier elegante— se desvanecía con cada acorde de la guitarra desafinada.
Entre las luces brillantes y el neón que cegaba más que deslumbraba, nos movíamos como zombies, o mejor dicho, éramos vistos como zombies por los demás. Caminábamos entre las filas de máquinas tragamonedas como si estuviéramos fuera de lugar, tres figuras en un mundo que no les pertenecía. Todo el brillo de las películas que había imaginado no estaba ahí. Solo quedaba la rutina de las fichas cayendo, las miradas vacías, y la realidad de que el juego, por brillante que fuera, siempre terminaba siendo el mismo.
Mi cabeza no paraba de crear escenas. En algún momento, me vi como un personaje en un remake de The Hangover, imaginando que estábamos a punto de vivir una aventura descontrolada, llena de apuestas arriesgadas, decisiones tontas y, por supuesto, grandes victorias que nos cambiarían la vida. Pero no. Todo lo que encontré fue la decepción de la normalidad. Al final, lo que parecía una entrada triunfal se convirtió en una caminata sin rumbo, observando el brillo falso de las máquinas, los rostros cansados de los jugadores y la monotonía del ruido de las fichas cayendo.
Y así, la emoción de la primera vez se desvaneció rápidamente. Lo que al principio parecía un mundo nuevo y emocionante, se convirtió en una rutina de luces parpadeantes y apuestas vacías. Nos quedamos un rato, lo suficiente para cometer algunos errores, probar suerte en algunas máquinas y comer la comida gratuita que ofrecían con un toque de desesperación, como si quisieran mantenerte atrapado allí el mayor tiempo posible. Salimos sin perder dinero, pero tampoco ganamos. Solo ganamos la experiencia, esa especie de pequeña anécdota que contarías en una conversación de bar. El estómago lleno, la mente confundida.
Al día siguiente, me desperté en mi cama, con la sensación de haber vivido una noche que era a la vez real y surrealista. Las luces del casino, los personajes sacados de una pintura de Hopper, la música que no encajaba… Todo parecía un sueño mal editado, un montaje de escenas que no debería funcionar, pero por alguna razón lo hacía. A pesar de todo, agradecí estar donde debía estar esa noche.

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