Sorbete y Whisky

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Una luz parpadeaba en el techo. Mi cuerpo pedía descanso, pero el chillido de la lámpara perforaba el silencio como un mosquito jodiendo cerca de mi oído. Esa noche en particular parecía que la mosca tenía algo de brasileña porque esquivaba mis manos, con unos regates que pondrían celoso hasta al mismo Ronaldinho. El sonido, tan leve, pero persistente, arañaba mi conciencia. Cada destello de la luz era una punzada que agitaba algo en mí, algo primitivo, una ansiedad latente que ni siquiera podía nombrar. No era el sonido en sí, ni la luz intermitente, sino la combinación de ambos, como si en ese parpadeo se escondiera una verdad que mi mente se negaba a aceptar.

Parpadeé. El destello me llevó a un recuerdo enterrado en mi memoria, uno que no debería haber salido a la superficie. Recordé la planta. La planta que crecía en el jardín de la casa de mi abuelo, una monstruosidad verde amarillenta que parecía vivir más allá de la tierra, como si sus raíces se extendieran hasta los confines mismos de nuestra niñez.

Fue en 1995 cuando conocí el rostro del miedo. En ese paraíso verde donde el fútbol antes de comer era tradición, ese monstruo aguardaba, siempre silencioso, siempre presente. 

Nos adentrábamos en la casa abandonada en busca de nuestra pelota y dos metas, objetos que parecían tener un brillo especial, casi mágico. 

Y nosotros, en nuestra ingenuidad infantil, ignorábamos la planta a pesar de ya saber que lo podía hacer, la retábamos, como si el peligro no fuera real, como si la vida misma no pudiera ser succionada por aquel monstruo de hojas.

Las bandejas de comida en la mesa eran la señal de que el juego terminaba, pero antes de ir a lavarnos las manos, nuestras risas desaparecían si la pelota se perdía entre las garras de la planta. Era un ritual extraño: todos sabíamos que debíamos recuperarla, pero temíamos el precio. El árbitro, quien se suponía, debía protegernos —la mujer que nos instaba dulcemente a lavarnos las manos—, había sido la misma que, con un acto inconsciente, había permitido que el monstruo naciera. 

En ese fatídico mediodía de 1995, mi hermano menor, Nicolás, fue tragado por aquella cosa. No literalmente, por supuesto, pero algo cambió en él después de ese día. Habíamos perdido balones antes, pero este era especial. Su pérdida no podía permitirse. Con una obstinación casi heroica, Nico se adentró en las entrañas de la planta. Su error más grande fue pensar que podía domar al monstruo, que podía vencerlo.

A veces me gusta imaginar que, cuando finalmente esa planta murió, Nico fue liberado, que su espíritu pudo descansar después de tantos años. Lloro su pérdida, pero celebro el fin de nuestra infancia, porque en el fondo, aquel monstruo no solo devoró balones; devoró nuestra inocencia. La infancia tiene un final abrupto, y la mía terminó en ese jardín, bajo la sombra de esa criatura vegetal.

De pronto, el recuerdo se disolvió, y me encontré de nuevo bajo la luz parpadeante. No podía moverme. Intenté girar mi cabeza, pero mi cuerpo estaba paralizado. La angustia comenzó a elevarse en mi pecho como un gas venenoso, llenando cada rincón de mi ser. Intenté gritar, pero ningún sonido salió de mis labios. Era como si una fuerza invisible me atara a la cama, un terror ancestral que reconocí: la parálisis del sueño. Lo peor no era la incapacidad de moverme; era el sentimiento de que algo, alguien, me observaba desde la oscuridad más allá de la luz.

Mi mente intentaba escapar de esa prisión de carne, pero cada intento era como nadar en lodo. La desesperación se mezclaba con la furia. Me sentía atrapado en una especie de limbo, sin saber si estaba despierto o dormido, vivo o muerto. Fue entonces cuando el sonido cambió. Ya no era un parpadeo de luz; eran estallidos. Me forcé a abrir los ojos y me encontré de pie junto a la ventana.

Los cohetes de la parroquia resonaban en la noche, explotando en el cielo como si el firmamento mismo estuviera celebrando una guerra invisible. Me apoyé contra el marco de la ventana, todavía respirando con dificultad. Las campanas de la iglesia comenzaban a sonar, llamando a los fieles a la misa de madrugada. Recordé la historia que alguna vez escuché: las campanas, más allá de su propósito religioso, se usaban para ahuyentar a los demonios. Y ahora, en medio de esa cacofonía, me sentí extrañamente a salvo.

Era surreal. Me sentía desconectado de la realidad, como si el sueño y la vigilia se hubieran mezclado en una sola entidad, imposible de separar. Tal vez el sueño nunca terminó, tal vez lo que experimenté no fue más que un eco lejano de algo más profundo.

Sonreí para mí mismo, con el sonido de las campanas reverberando en mis oídos. “Por eso”, murmuré mientras me alejaba de la ventana, “no vuelvo a combinar sorbete y whisky antes de dormir.”

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