El Teatro Nacional de El Salvador parecía haberse detenido en el tiempo. Sus paredes revestidas en terciopelo rojo y dorado, bajo lámparas de cristal que colgaban como inmensos candelabros del pasado, emitían una luz tenue, como si las sombras allí vivieran desde siempre. Al entrar, uno sentía que el aire mismo era más denso, cargado con los susurros de obras que hacía décadas habían dejado de interpretarse, pero cuyos ecos seguían flotando en el aire, atrapados en el tiempo. Era un teatro que parecía existir solo en los intersticios, donde los relojes olvidaban cómo avanzar y donde cada butaca llevaba la impronta de cientos de almas que habían ocupado su espacio, alguna vez vibrando ante la magnificencia del arte.
Pero, en realidad, todo había comenzado a una cuadra de allí, en un parqueo donde los autos jugaban una partida de Tetris interminable, tratando de acomodarse entre sí como piezas perfectas en un juego que jamás podría terminar. Los vehículos se movían con una cadencia casi coreografiada, llenando los pequeños espacios, como si una fuerza invisible los empujara a su lugar preciso. Las luces de freno y los parpadeos de los intermitentes parecían señales morse enviadas desde otro tiempo, mensajes que hablaban de encuentros, despedidas y secretos perdidos en los vaivenes de la ciudad.
Al entrar al teatro, la primera sensación que inundaba los sentidos era la música. No era una orquesta como cualquier otra que hubiesen visto. Estaban en la tercera fila, justo en el centro. Sus asientos, aunque privilegiados, no revelaban toda la escena. Era como si la magia se desplegara a medias ante ellos, dejando entrever los bordes del misterio que ocultaba este espectáculo.
La orquesta estaba formada por quince personajes únicos, cada uno una pieza vital del gran rompecabezas. Estaban aquellos que, a simple vista, no se diferenciaban mucho de cualquier músico, pero al observarlos de cerca, comenzaban a revelarse.
El Sello, como le decían, era el contrabajista. Su abdomen era tan vasto que su camisa no lograba cerrarse completamente, revelando los pliegues de su piel, como un mapa antiguo trazado por el tiempo. Su cabello gris caía en mechones desordenados, y su mirada siempre parecía perdida en el horizonte. Cuando tocaba las notas graves, era como si hiciera vibrar los cimientos del teatro mismo.
Rosa Elena, la violinista principal, era la personificación del otoño. Su cabello, teñido de rojo cobrizo, caía en bucles que parecían hojas en plena caída, y sus ojos tenían un brillo melancólico. Cada vez que el arco de su violín tocaba las cuerdas, parecía estar contando una historia de pérdida y renovación, como si el mismo viento otoñal guiara sus movimientos.
El Conductor del Piano, Alfredo Martín, era un hombre delgado, con bigote finamente recortado, y siempre vestido de negro, como un cuervo que vigilaba desde las sombras. Su obsesión por Rosa Elena era evidente, y cada vez que ella tocaba, sus dedos sobre las teclas se aceleraban, buscando unirse a la melodía que ella creaba. Pero él sabía que su música siempre sería una nota disonante en la partitura de ella.
Las cuatro chicas que representaban las estaciones se movían como figuras sacadas de una pintura de Botticelli, sus vestimentas y personalidades reflejando cada cambio de estación.
Primavera, Isabel, tenía una presencia etérea, casi translúcida, su vestido verde parecía brillar como la hierba recién nacida, y su risa, aunque suave, resonaba en cada esquina del teatro como una promesa de nuevos comienzos. Isabel tocaba el violín con una gracia que parecía elevar la temperatura del ambiente cada vez que su arco rozaba las cuerdas, como si el calor del sol primaveral se filtrara en cada nota.
Verano, Ana María, de piel dorada y cabello rizado, era una explosión de energía. Con cada movimiento de su arco, el teatro parecía incendiarse, y las paredes se llenaban de la intensidad del sol abrasador. Ana María era descarada y vibrante, su risa estallaba como fuegos artificiales en el cielo nocturno, mientras tocaba, moviéndose con una pasión que quemaba.
Otoño, Rosa Elena, ya mencionada, traía consigo la quietud del viento que arrastra las hojas, con una presencia que, aunque hermosa, dejaba tras de sí un rastro de melancolía.
Invierno, Claudia, era fría y distante, su cabello blanco como la nieve caía recto sobre sus hombros. Tocaba el chelo con precisión calculada, sin emoción aparente, pero con una intensidad tan profunda que cada nota cortaba el aire como el hielo. Su piel pálida, casi azulada, contrastaba con la oscuridad del teatro, y su mirada parecía atravesar todo y a todos.
La música de Vivaldi, “Las Cuatro Estaciones”, se deslizaba por el aire como un río, arrastrando consigo las emociones más profundas de los presentes. Cada estación era una pieza de la vida del protagonista, recuerdos de momentos que había vivido, de estaciones que se habían ido, dejándole un rastro de nostalgia y maravilla.
Pero entonces, al final de la cuarta estación, cuando los violines cesaron y el último eco de los contrabajos se desvaneció en el aire, el teatro quedó en silencio. Las cortinas comenzaron a cerrarse lentamente y, de repente, un grito perforó la tranquilidad. Los aplausos, que apenas comenzaban a sonar, se interrumpieron abruptamente.
En el área de los camerinos, algo había sucedido. Se escucharon más gritos, seguidos de un ruido sordo, y luego el silencio se volvió sepulcral.
En ese momento, casi como si fuera una transición de un sueño a otro, una luz suave comenzó a iluminar el escenario nuevamente, pero esta vez no era la orquesta quien lo ocupaba. Era un grupo de niños, con uniformes impecables, que marchaban en fila. Sus voces angelicales comenzaron a entonar “Daydream” de Gunter Kallmann Choir. La melodía se deslizó por el aire, envolviendo el teatro en una atmósfera surrealista, etérea.
El protagonista observó, atónito. Todo parecía desdibujarse ante sus ojos, como si la realidad estuviera derritiéndose en ese coro angelical. Las notas flotaban a su alrededor, hipnóticas, envolviéndolo en una sensación de irrealidad que le provocaba escalofríos.

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