Vórtices sinuosos. 

,

En el carro iba tranquilo, camino al mar. Las ventanas estaban bajas, dejando entrar una brisa fresca que olía a sal. A mi lado, en el asiento del copiloto, estaba mi fiel compañero, mi gato, con los ojos entrecerrados, balanceándose en el ritmo del camino como si entendiera las curvas y los baches mejor que yo. El motor rugía bajo el capó con una constancia monótona, una especie de arrullo metálico que acompañaba el suave serpenteo de la carretera.

La calle hacia Conchagua se extendía como una cinta de asfalto enredada entre colinas verdes y picos ondulantes, cada curva un nuevo secreto que el horizonte se negaba a revelar de inmediato. A un lado, las laderas de los cerros eran alfombras de un verde brillante, casi fosforescente bajo la luz del sol que caía a plomo. Los árboles, algunos retorcidos por el viento de tantas tormentas pasadas, se alineaban como viejos guardianes que observaban en silencio nuestro paso. Todo se sentía familiar, demasiado normal.

De repente, al doblar una curva más cerrada que las anteriores, mi mano tembló en el volante. Fue apenas un parpadeo, pero algo me hizo frenar en seco. Mi gato levantó la cabeza, mirándome con esos ojos dorados tan llenos de preguntas, cuando escuché un simple maullido. No fue un sonido de alerta, más bien un recordatorio. Y entonces todo cambió.

Mientras el paisaje comenzaba a disolverse, una canción empezó a sonar en la radio, sin razón aparente. No recordaba haberla puesto. Era “In a Landscape” de John Cage, una pieza casi etérea de piano, compuesta por frases repetitivas y armonías que parecían prolongarse más allá del espacio-tiempo. Las notas flotaban en el aire, tan ligeras como la brisa, pero en algún momento se deformaron, alargándose como ecos retorcidos. La música no provenía del auto, sino del aire mismo, como si el viento estuviera cantando la melodía.

Fue como si el mundo hubiera decidido inclinarse hacia atrás, como si el eje de la realidad hubiera girado un grado o dos fuera de lugar. Desde algún punto invisible en el cielo, vi cómo el auto y nosotros dos nos íbamos empequeñeciendo. Las curvas que antes eran tan familiares se difuminaban, volviéndose más suaves, como si alguien hubiera comenzado a borrar los contornos del paisaje con una goma gigante. La carretera desaparecía poco a poco, absorbida por un manto de verde infinito que ahora se deslizaba como una pintura húmeda esparciéndose por un lienzo.

El carro quedó suspendido en un espacio etéreo, flotando, mientras un vórtice de colores comenzaba a girar alrededor. Parecía que el mismísimo Jackson Pollock había tomado control del volante, salpicando caos cromático por todas partes. Las líneas que antes definían el camino eran ahora manchas sin forma, un revoltijo de tonos que se mezclaban y separaban como si la paleta de un pintor enloquecido estuviera cobrando vida.

El vórtice nos arrastró hacia su centro, y cuando el remolino comenzó a perder velocidad, todo se detuvo de golpe. Ya no estábamos en el auto. Yo estaba de pie, junto a él, pero algo había cambiado. Todo estaba cubierto por una neblina densa, impenetrable, que hacía difícil distinguir dónde terminaba el suelo y comenzaba el cielo. Lo único que sabía con certeza era que mi gato ya no estaba conmigo.

Comencé a caminar, o al menos lo intenté. La niebla no se disipaba, pero con cada paso que daba, sentía que algo más extraño sucedía bajo mis pies. Miré hacia abajo y vi pequeñas maquetas, diminutas casas dispuestas en una especie de pueblo en miniatura, pero terriblemente detallado, como si hubiera sido construido por una mano divina, con una obsesión enfermiza por lo minúsculo. Me agaché para verlas mejor. Eran perfectas, tan perfectas que, por un segundo, pensé que eran reales.

Al ponerme de pie, escuché otro maullido, lejano, esta vez, más suave. Avancé con cuidado, intentando no destruir más de esas casas diminutas, pero a pesar de mi cautela, cada paso traía consigo el crujido de techos desmoronándose y paredes cayendo. Era imposible no causar daño.

Y entonces lo vi. Al fondo, donde la neblina comenzaba a abrirse un poco, estaba mi gato, sentado sobre una pequeña colina, con la mirada fija en mí. Salté hacia él, pero antes de que pudiera alcanzarlo, sentí que el mundo se levantaba bajo mis pies. El suelo se elevó y, de pronto, yo estaba flotando, con el gato posado sobre mi pecho como si hubiera estado allí todo el tiempo.

Todo el caos desapareció. Me quedé en silencio, mirando hacia un cielo que ya no reconocía, en un mundo que se había transformado en algo completamente distinto al que conocía. Mi gato ronroneaba suavemente, y, por un momento, todo volvió a tener sentido, aunque fuera el sentido más absurdo y surrealista que jamás hubiera imaginado.

Al flotar sobre el vacío, con el gato ronroneando sobre mi pecho, el silencio fue reemplazado por un murmullo bajo, apenas audible. Parecía provenir del horizonte. Y entonces, una canción comenzó a oírse, una voz fantasmagórica en la distancia: “The Revolution Will Not Be Televised” de Gil Scott-Heron, pero en una versión más lenta y distorsionada, como si alguien hubiera ralentizado el vinilo hasta un punto imposible. La letra era casi irreconocible, pero el mensaje de fondo, la sensación de resistencia, se mezclaba con la irrealidad de todo lo que me rodeaba.

Leave a comment