La pesca imposible 

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Miguel nunca había entendido por qué su abuelo insistía en usar trozos de madera en lugar de cañas para pescar. Los pedazos, de apenas 5×5 cm, flotaban inertes sobre el turquesa del lago de Coatepeque, donde el agua parecía casi sólida, como un espejo que el viento no podía romper. Cada lanzamiento era un pequeño ritual, y su abuelo, con las manos callosas, sostenía una lombriz con delicadeza, como si fuera el hilo de un destino por tejer.

—Una vez vi a un búho soltar una lombriz —contaba el abuelo, su voz un eco entre las montañas que rodeaban el lago—. Y, como si fuera un milagro, los peces se arremolinaron. Eran tantos que parecían las gentes en misa cuando suenan los cohetes.

Esa mañana, sin embargo, algo era diferente. El cielo se había oscurecido más de lo normal, y aunque las aves cantaban aún, había una tensión en el aire, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento. Miguel decidió continuar con su rutina, pero la tierra, empapada por las recientes lluvias, había hecho imposible encontrar lombrices. Fue entonces que vio algo naranja brillando entre sus pertenencias: un quesito Diana. La forma del quesito, alargada y un tanto torcida, le recordó al mapa de Chile, y se preguntó si el país se llamaba así por los chiles o viceversa. Filosofando sobre esta cuestión, Miguel ensartó el quesito en el anzuelo improvisado y lo lanzó al agua.

La música de fondo en su cabeza, si la hubiera notado, habría sido “Que manera de quererte” de Gilberto Santa Rosa, una canción melancólica que parecía hablarle a ese lago y al destino. El quesito, anaranjado y flotante, apenas había tocado la superficie cuando la calma del lago se quebró. Un pez gigantesco lo jaló con una fuerza inesperada, y antes de que Miguel pudiera gritar, fue arrastrado hacia el centro del remolino que ahora se formaba, en medio del lago.

El viento rugía alrededor suyo, la presión del agua en su cuerpo lo hacía girar como un títere en manos invisibles. Mientras volaba, recordó vagamente haber leído algo sobre tornados y cómo su núcleo podía llegar a velocidades vertiginosas. “Los tornados son máquinas de caos”, pensó mientras la corriente lo empujaba hacia el vórtice. Y entonces, de repente, todo quedó en silencio.

Cuando abrió los ojos, se encontró en un muelle de madera, frente a un sapo gigante. El color del sapo era de un verde enfermizo, como el moho en las esquinas húmedas, pero pequeñas partículas bioluminiscentes lo hacían brillar, casi como si fuera majestuoso. Bueno, casi majestuoso si no fuera por su enorme panza y sus ojos, uno más grande que el otro. El sapo soltó un croar que resonó como un tambor en la distancia.

—¡Sapo! —gritó Miguel, como si eso fuera suficiente para nombrar al ser.

El sapo lo observó, ladeó la cabeza y, con una extraña cortesía, lo guió hacia el bosque que se extendía más allá del muelle. A cada paso, Miguel sentía que estaba caminando entre dos realidades: una donde el lago seguía siendo el Coatepeque de su infancia, y otra donde todo era posible. En este mundo nuevo, los árboles se erguían como catedrales retorcidas, con ramas que parecían formarse en espirales imposibles.

Al llegar al borde del bosque, una casita de madera apareció ante ellos. Pero no era una simple casita. Parecía estar al borde del colapso, como si un soplo de viento pudiera tumbarla, y sin embargo, irradiaba una elegancia inquietante. Por dentro, la casita era otro mundo. Alfombras rojas cubrían el suelo, gemas brillaban desde el techo, y al final de un pasillo larguísimo se encontraba un trono. Y no cualquier trono, sino uno ocupado por un pato.

—Te estábamos esperando —dijo el rey pato, su corona colgándole de un lado, demasiado grande para su pequeña cabeza—. La profecía nos habló de ti. Necesitamos un guerrero.

Antes de que Miguel pudiera procesar lo que estaba sucediendo, fue llevado a conocer a Sir Vincent Lionel Van Brócoli, un gato de casi dos metros, con un pelaje tan frondoso que parecía llevar un collar de realeza natural. Sir Vincent, con su cola esponjosa que se movía como la de una ardilla, hablaba solo en rimas.

—Joven, joven, me tengo que ir, pero antes todo te diré. Yo te entrenaré, te prepararé, y también cantaré. Pero antes, toma mi consejo: nunca le temas a un perro ni a un conejo. 

El perro al que hacía referencia era Eugenio, un chihuahua malhumorado, el último que debía entrenar a Miguel, pues sus compañeros, Tula y Lechuga, estaban de vacaciones. Sin perder tiempo, Sir Vincent le puso una serie de pruebas, entre las cuales la más desafiante fue trepar un árbol gigante cuyas ramas eran como pruebas de escalada: unas eran escaleras, otras se movían como ascensores, y una rama en particular era tan ancha que Miguel caminó dentro de ella como si fuera una cueva.

Después de días de pruebas y entrenamientos, llegó el momento de enfrentar el tornado. Miguel, ahora preparado, se plantó frente al monstruo de viento.

—Yo soy un guerrero —dijo, su voz resonando sobre la tormenta—. Estoy aquí para enfrentar mis miedos.

El tornado se acercó, más y más, y cuando el vórtice estaba a punto de tragarlo, Miguel despertó en los brazos de su abuelo. El viento había calmado, y Miguel estaba empapado. El pez, al parecer, lo había arrastrado al agua, pero su abuelo lo había salvado justo a tiempo.

Mientras se levantaban y recogían los pedazos de madera dispersos, el abuelo le sonrió.

—A veces, solo necesitas un quesito para pescar lo imposible.

Y así, el lago de Coatepeque seguía siendo el mismo, pero Miguel, aunque no lo sabía, ya había cambiado para siempre.

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