Crónicas desde Punta Cutaliya

1. El Hombre y las Baterías

No es una isla, pero Punta Cutaliya siempre se sentía como una. Mientras los turistas se bañaban, tomaban fotos y reían, Don Roberto caminaba de puntillas por la orilla del lago buscando baterías. Había algo casi coreográfico en sus movimientos: cada paso calculado, cada mirada al agua un acto de fe.

Don Roberto decía que buscaba baterías viejas, porque al lago ya no tiraban las nuevas. Las baterías viejas, con su corrosión verde y venenosa, eran su principal botín. Las recogía y las guardaba en botes de aluminio, que se apilaban como una especie de monumento silencioso en su pequeño refugio junto al lago. “No sé qué haré con ellas”, admitía. “Pero mientras estén aquí, al menos no siguen en el agua.”

El lago de Ilopango era un caleidoscopio de colores. Su superficie reflejaba cielos cambiantes, pero su corazón estaba lleno de cicatrices. Punta Cutaliya, una joya reforestada gracias a la iniciativa de Nativo, era un lugar donde el bosque se unía al agua en una especie de pacto de belleza. Pero incluso aquí, la mano del hombre había dejado sus marcas: bancos de algas que parecían más un cementerio de peces muertos, moviéndose con cada pedaleo de los kayaks.

Don Roberto continuaba, llevando gente de un lado a otro del lago en su modesta barca, esperando que algún día las baterías que recogía pudieran encontrar un destino menos trágico que el fondo del lago. Su esperanza, como el bosque de Nativo, era tan resiliente como los árboles que ahora daban sombra a los senderos.

2. Luz y Encierro

La tienda de campaña tenía un olor particular: una mezcla de nylon calentado por el sol y la humedad de la madrugada. Ella estaba allí, atrapada, pero no por las sombras ni por la oscuridad del bosque, sino por un doble zipper caprichoso. Era un diseño “innovador” que probablemente había sido aprobado sin pruebas rigurosas: uno se abría desde afuera, el otro desde adentro, y ninguno parecía estar en un lugar lógico. En la penumbra, sus dedos tanteaban como si estuviera leyendo braille, buscando una salida que se negaba a aparecer.

Querió encender la luz de su celular, pero su fotofobia le gritó “ni lo intentes”. La luz brillante era su enemigo jurado, y no quería darle la satisfacción de ganar esta batalla. Sus esfuerzos se volvieron casi cómicos: movimientos torpes, susurros de frustración, y un leve “¡ah!” cuando creyó haber encontrado el zipper correcto, solo para darse cuenta de que había vuelto al punto de partida.

Desde afuera, el sonido del lago y el murmullo de hojas contrastaban con su pequeño drama privado. Quería salir porque había dejado unas cosas afuera, pero la tienda había decidido que eso no iba a suceder. Al final, cayó derrotada en su saco de dormir, abrazando una resignación cargada de ironía. “Quizás el universo está tratando de decirme algo”, pensó, aunque no estaba segura de qué. Su compañero de tiénda, por fin se movió y le ayudo a encontrar la salida. 

El bosque, mientras tanto, siguió su curso. Sus sombras danzaron, las estrellas brillaron, y ella, decidió que al menos había ganado una nueva anécdota para contar.

3. Terremoto en la Isla que No es Isla

La playa “El Origen” tenía un nombre que sonaba más grande que el lugar mismo. Aquella tarde, mientras revisaba mi Canon Sure Shot XL, un terremoto de 6.3 sacudió la tranquilidad aparente del lugar. Estaba decidiendo si cambiar mi rollo de Ilford blanco y negro por uno Fujifilm a color cuando el suelo comenzó a moverse.

Al principio, la confusión fue casi poética: un temblor que transformó el paisaje en un mar de movimiento. Vi a la gente correr, algunos reían nerviosamente, otros quietos. En el agua, los kayaks bailaban al ritmo de las ondas sísmicas. Un perro se escondió bajo los pies de su dueño; otro, más valiente, terminó saltando sobre un kayak para unirse a la aventura. Su dueño, después de un momento de duda, lo dejó subir.

Decidí tomar el kayak también, impulsado por una amiga, hacia una palmera que desafiaba la gravedad. Estaba inclinada horizontalmente sobre el agua, como si también hubiese decidido ceder un poco al caos. Capturé la escena con mi cámara, cuidando que no se mojara. La luz del atardecer, mezclada con la adrenalina del momento, transformó cada foto en un testimonio de resistencia.

Las réplicas siguieron, pero también las risas y los recuerdos. La vida, como el lago y sus alrededores, seguía adelante, indiferente a los temblores que intentaban cambiar su curso.

4. Andrea y los Zapatos Perdidos

Andrea siempre había tenido el control. Planeaba sus días como una arquitecta de lo previsible: listas de tareas, mapas de contingencia, y un sentido de organización que transformaba incluso los imprevistos en pequeñas victorias. Pero aquel fin de semana en el campamento decidió intentar algo diferente. “Voy a dejarme llevar”, dijo en voz alta, como si al decirlo el universo fuera a entender su intención.

Sin embargo, el destino, con su característico humor irónico, había decidido desafiarla. Esa noche, Andrea dejó sus nuevos Nike, comprados en noviembre, fuera de la tienda. Al amanecer, los zapatos habían desaparecido. “No fueron los perros”, pensó inmediatamente. “Ellos se habrían llevado solo uno.”

Preguntó a los amigos, revisó las cercanías y hasta se aventuró a imaginar que tal vez los pescadores que llegaron esa madrugada, con su música agropecuaria resonando por toda la playa, se habían llevado los zapatos. Tal vez ahora estaban envueltos como un regalo de Navidad atrasado para algún conocido.

La frustración inicial dio paso a una especie de resignación reflexiva. “Esto es lo que pasa cuando entregas el control”, se dijo. Pero al final, mientras el sol se elevaba sobre el lago, Andrea se dio cuenta de que había algo liberador en aceptar lo impredecible. Descalza, sintió la tierra bajo sus pies de una manera que no había sentido en años. Quizás perder el control era exactamente lo que necesitaba.

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